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(Fragmento de la novela inédita “Suburbio de Perros y Lobos”)
Asaltando, emborrachándome, drogándome, transcurría mi adolescencia. Habrían pasado unos seis meses desde que le dispararon a Donald, que él ya estuvo de vuelta con nosotros, con su lágrima eterna. Con Donald muy poco participé, apenas en algunos asaltos, pues él estaba metido en la droga hasta la cabeza, apenas tenía dinero iba a consumir. Con los demás íbamos a cabarets a bares, mientras que él jamás. Por ese entonces nos fuimos un tiempo a Quito, por el Panecillo; Sicosis a vender droga y a cuidar sus prostitutas, porque aparte de brujo-asaltante era chulo. En Quito estuvimos unos dos meses; a más de peleas callejeras, de pequeños altercados, no recuerdo ningún suceso grande; como decía Sicosis “Aquí no podemos roncar mucho, no es nuestra zona y los longos son traicioneros”. Luego regresamos a Machala.No sé en qué fecha, pero esto es uno de los recuerdos más duros de mi vida, un momento doloroso, amargo.
Era de mañana, como siempre salimos drogados, pero sin intención de hacer judía. Íbamos a bajar mangos a una bananera; se nos unió Pescuezo, un amigo de Sicosis, un vicioso juvenil; aunque yo seguía siendo el más joven de todos, que para algunos era todavía un niño, y debía de ser si aún no cumplía los quince. Íbamos los cuatro: Pescuezo, Sicosis, Donald y yo en una bicicleta, nos turnábamos un tramo cada uno para subirnos en la bicicleta, íbamos bromeando; no sé sobre qué pero reíamos. Debía ser efecto de la marihuana que cualquier movimiento insignificante nos causaba risa.
Íbamos por la vía interna del motel Los Almendro. Nos dirigíamos a La Primavera, recuerdo que a la altura de la primera garita del complejo los Girasoles se nos atravesó un pacazo en los rayos de la bicicleta. “¡La maldición del pacazo!”, dijo Pescuezo bromeando y todos reímos. Íbamos a continuar, cuando vimos a la altura de la segunda garita venir tres personas; uno de ellos llevaba una bicicleta, no pedaleaba, la llevaba rodando a su costado.
Se venían riendo.
- ¡Cojámoslos! -dijo Donald.
Estaba. Lo haríamos, los asaltaríamos.
Las garitas parecían vacías. En el intermedio de las dos garitas del complejo los interceptamos, uno de ellos que corría y Pescuezo que lo dispara, sin imaginar que esa bala despertaría al guardia adormitado en la garita; peor aún, que esa bala era el comienzo de su muerte. El jornalero de la bananera cayó de bruces, a los otros les quitamos los zapatos, la bicicleta, el dinero de la semana; ahora pienso que debió de ser un sábado a mediodía y no en la mañana como dije; pues como nosotros nos despertábamos a altas horas de la mañana, me pareció que era de mañana.
Hecho el robo, nos preparamos para regresar. Pescuezo se subió a la bicicleta de él, Donald en la robada. Sicosis llevaba un par de los zapatos robados en la mano y yo el otro par, eran unos deportivos Nike. Yo, aparte de los zapatos, también llevaba unos billetes; el par de zapatos que yo llevaba eran rojos, el que llevaba Sicosis eran blancos. Nadie de nosotros se preocupó del disparado.
De vuelta, a la altura de la primera garita, saltó un guardia con una repetidora en la mano.
- ¡Alto o disparo! -gritó apuntándonos, como si no supiera que el ladrón iba a correr, y como si nosotros no supiéramos que él sí iba a disparar. Empezamos a correr (tuvimos la ventaja de que por esa zona es solitaria, no hay populacho). Un tiro de repetidora derribó de la bicicleta a Pescuezo; él se enredó, luchó por un rato contra la muerte, dejó la bicicleta y corrió junto a nosotros. Al estruendo de los cartuchos, a la altura de la entrada a Los Almendros, salió una señora con una cámara, dizque a tomar fotos; Pescuezo disparó, la señora corrió.
-¡Ábrete, vieja! -grité yo.
Muy tarde nos daríamos cuenta que corrimos para el lado equivocado. En vez de correr hacía la vía a La Primavera, habíamos corrido hacía un barrio donde la gente, al escuchar los tiros, se iban a enardecer. Entre más corríamos más nos adentrábamos a la muerte. El guardia, ya en dúo con el otro guardia (con el dicho de que un tigre solo tiene mucho valor, pero dos tigres juntos tiene el valor de cien), nos pisaba los talones; los perdigones zumbaban por las orejas. Atravesamos las primeras casas de caña guadua; digo las primeras porque aquí es o era un callejón; a un lado había un paredón largo y al otro unas casas y tras las casas, creo, otro paredón. Ya las caras estupefactas de la gente asomaban a las puertas; algunos cerraban temerosos de las balas perdidas, otros gritaba a sus hijos que entraran, otros se unían a los guardias.
Esto, para mí, ha sido lo más espantoso: ser perseguido por el populacho. Nunca supe, ni aún ahora, de dónde me salían fuerzas para correr; yo siempre, en carrera, he sido lento. Recuerdo una vez que competí en la escuela y llegué de último.
Las voces de “¡Ladrón, ladrón! ¡Cójanlo, cójanlo!”, los tiros que ya no provenían de dos repetidoras, sino de revólveres, pistolas, escopetas, palos, piedras… Caer en esas manos es linchamiento seguro.
Aún, entonces, creía en Dios, firmemente, como me lo había enseñado mi abuela, a su manera arcaica, a su manera ortodoxa, de amar todo santo habido y por haber, de rezar en cada comida; para acostarse rezar un credo y persignarse, y al levantarse de igual manera. Pero toda esa creencia se me borraría en el transcurso de mi vida, claro está. A muchos les debe de parecer irónico que, pasándome lo que me pasó, yo no haya seguido firme en la creencia de Dios; aunque no creo en un Dios como lo dice el catolicismo, respeto mucho a los creyentes.
O quizá, viéndolo desde el punto de vista de ahora, no es que creía en Dios como yo creía que creía, sino que de tanto haber asistido a misa de los domingos, haber hecho la confirmación a los diez años, de haber escuchado a mi abuela darse de golpes en el pecho para purgar la mea culpa, de haberme amenazado que el diablo tarde o temprano me iba a llevar al infierno si no rezaba, de haberme confesado dizque para el perdón de los pecados… Toda esa creencia se me había grabado, me había robotizado; así cuando me pasaba algo decía “¡Ay, Dios mío!” y no era porque realmente lo sentía al decirlo, sino que era como algo automático. Esa creencia que mi abuela me había impuesto no era verdadera (entiéndase bien; no era verdadera en mí. “Dios es lo que uno cree que es para uno”) esa creencia no me venía de los sentimientos, sino del pensamiento, no la sentía como mi creencia. Y la fe es creer, sentir en el corazón, en el alma, sin importar cuál sea esa fe y ninguna fe puede ser impuesta; si no, no se llamaría fe.
Recuerdo que aquel día llevaba un rosario fosforescente colgado del cuello; mientras corría lo apreté fuerte, mentalmente dije “¡Dios te salve María, llena eres de Gracia, el Señor esté contigo…!”
Agitado, alguien me agarró de la camisa, pero yo corrí más fuerte, hasta que tropecé y caí, no sé quién, si mujer u hombre, si viejo o joven, me dio un puntapié en las costillas, no me dolió, no sentía miedo a nada, hubiese querido que me maten en ese momento pero por puro instinto de sobrevivencia, por puro tonto quizá; miedo a morir no tenía, como no lo tienen los perros, ellos huyen por miedo al dolor; yo huía, corría, pataleaba por miedo al dolor. Si bien es cierto el dolor en ese momento no era fuerte, pero sicológicamente sentía dolor. Es como cuando mi abuela me iba a pegar y antes de que me diera con la veta yo ya lloraba, pues sentía un cosquilleo de angustia en la piel. Arañándome en las piedras me puse de pie, empuñé fuerte el cuchillo, la gente para mí no era gente, sino un montón de hormigas, nadie se atrevía a atacarme. Nadie se atrevía a acercárseme, una piedra salió de entre el grupo pero yo, inútil, la esquivé. Otra hubiese sido la historia si hubiese pensado como ahora: no me hubiese esquivado ni resistido al populacho.
Me abrí paso entre la turba; continué corriendo solo. Donald se había ido en la bicicleta, Pescuezo y Sicosis habían corrido más veloz que yo pero también les perseguían, eso era cierto. Corrí hasta un solar lleno de maleza, allí me agazapé; el corazón me saltaba, me dolía el pecho, la barriga.
- ¡Por allá, por allí se metieron! -gritaba la gente.
Me quedé sumido en la maleza, sin saber siquiera que aún sujetaba el cuchillo.
Por cosas, por estupidez, crucé una pared que dividía el solar lleno de maleza, con una casa vieja. Sin yo ver que me estaban viendo caminé por la casa vieja, buscaba un lugar dónde esconderme. Realmente creí que ese día moriría. Pescuezo y Sicosis estaban allí. El primero con un revólver en mano, el segundo con el cuchillo; nos sonreímos entre las ruinas de la casa. Para sorpresa mía Sicosis aún llevaba los zapatos, los que yo llevaba no sé dónde los dejé. Tal vez donde tropecé.
Pero la calma estaba de paso y tan apurada, que nos dejó. Al chillido de una voz y un tiro, a correr. Corrimos otro tramo, nos metimos a otra casa abandonada. Luego hubo un silencio, como si el enardecido populacho ya se hubiese ido. Salimos a la calle, no había tanta gente o casi nadie. Uno que otro nos miraba. Íbamos ya tranquilos caminando, los tres hombro con hombro.
Pero faltaba el final. El humano rencoroso, dolido, odiando las plagas que destruyen la armonía de la sociedad, el guardia, no sé si el primero o el segundo, pero el guardia nos venía siguiendo y ¡cataplúm!, a quemarropa. Corrimos, pero Pescuezo se quedó o se había quedado; cuando sucedía eso de las carreras, era todo tan rápido que el único universo era yo. Nos lanzamos a otro solar vacío y nos agazapamos.
Pescuezo no había corrido con nosotros ni a otro lado, caminaba como desorientado. Al fin lo pude ver con claridad: Caminó despacio, aún con el revólver en la mano. Al igual que yo creo que él tampoco sabía que llevaba un arma; caminó despacio y sólo cuando se volteó para golpear la puerta de una casa, vi la mancha de sangre en la espalda, habló con una señora no sé de qué. Pero él cobró el frente, caminó hasta un poste de luz y se sentó para no levantarse más nunca. El guardia salió campante por la puerta de otra casa, con la repetidora a la espalda, hasta parecía silbar; se acercó a Pescuezo con la sonrisa de la satisfacción, con la sonrisa de un cazador acercándose a su presa. Le quitó el revólver y se marchó. Pero eso no había sido todo, en el dedo del medio, en el dedo de Pescuezo había amarrado un hilo blanco; tal vez era un asesino en serie y era su manera de marcar sus difuntos, pero las señoras decían que era para que no lo siguieran los familiares del difunto. Un secreto.
Allí, en el solar vacío, escondidos entre la maleza, nos quedamos yo y Sicosis un largo rato, callados, mirándonos la cara como dos tontos. Él se veía agitado, sudado. Había hablado con él tantas veces, habíamos ya compartido tanto que parecíamos estar unidos por alguna tristeza en común, o al menos eso pensaba en ese momento. Luego salimos y nos fuimos sin ver a Pescuezo; pero imaginando que ya estaba tan muerto como cuando salió con nosotros, como cuando disparó al chico. Todos esos momentos trascurridos en el transcurso del día: los mangos, el pacazo, el disparo, la corrida; no habían sido más que sus vísperas de defunción.
La gente curiosa empezaba a congregarse alrededor del difunto bandido; pero nosotros seguimos el camino; yo regresaba a ver atrás, de vez en cuando.
Pobre Pescuezo. Tenía una familia tan supersticiosa que ni después de muerto le dejaron en paz. Lo echaron bocabajo dentro del ataúd, le clavaron dos alfileres en los ojos, le ataron los pies con una cinta negra, las manos con una verde; según ellas para que el asesino vuelva, pero hasta el día de hoy, aunque lo sospecho y hasta lo he visto, pero él no llegó esa noche ni nunca como ellos decían. El fracaso fue excusado por el hilo blanco en el dedo.
A pesar de que yo vi de la casa que salió el guardia no hicimos nada. Es que no éramos los románticos vengadores sino lo drogos que nada nos importaba. Si moría nuestra propia madre o padre, o quien quiera por quien se deba llorar, estaba bien muertos, que nosotros no haríamos nada. Cuando llegamos a la casa de Sicosis Donald estaba bien bazuqueado. Había vendido la bicicleta, aunque parezca increíble Sicosis aún llevaba los zapatos. Hubo una breve riña entre los dos, no por el difunto sino por los zapatos y la bicicleta; porque el dinero lo tenía yo y nadie sabía.
Esa noche me fui a la Barraca con un amigo. Fumamos hasta que el humo se nos salía por las orejas.
Silvio Reyes Heras (8 de julio de 1986) |