domingo, 2 de junio de 2013

Silvio Reyes Heras










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PESCUEZO
(Fragmento de la novela inédita “Suburbio de Perros y Lobos”)
Asaltando, emborrachándome, drogándome, transcurría mi adolescencia. Habrían pasado unos seis meses desde que le dispararon a Donald, que él ya estuvo de vuelta con nosotros, con su lágrima eterna. Con Donald muy poco participé, apenas en algunos asaltos, pues él estaba metido en la droga hasta la cabeza, apenas tenía dinero iba a consumir. Con los demás íbamos a cabarets a bares, mientras que él jamás. Por ese entonces nos fuimos un tiempo a Quito, por el Panecillo; Sicosis a vender droga y a cuidar sus prostitutas, porque aparte de brujo-asaltante era chulo. En Quito estuvimos unos dos meses; a más de peleas callejeras, de pequeños altercados, no recuerdo ningún suceso grande; como decía Sicosis “Aquí no podemos roncar mucho, no es nuestra zona y los longos son traicioneros”. Luego regresamos a Machala.

No sé en qué fecha, pero esto es uno de los recuerdos más duros de mi vida, un momento doloroso, amargo.

Era de mañana, como siempre salimos drogados, pero sin intención de hacer judía. Íbamos a bajar mangos a una bananera; se nos unió Pescuezo, un amigo de Sicosis, un vicioso juvenil; aunque yo seguía siendo el más joven de todos, que para algunos era todavía un niño, y debía de ser si aún no cumplía los quince. Íbamos los cuatro: Pescuezo, Sicosis, Donald y yo en una bicicleta, nos turnábamos un tramo cada uno para subirnos en la bicicleta, íbamos bromeando; no sé sobre qué pero reíamos. Debía ser efecto de la marihuana que cualquier movimiento insignificante nos causaba risa.
Íbamos por la vía interna del motel Los Almendro. Nos dirigíamos a La Primavera, recuerdo que a la altura de la primera garita del complejo los Girasoles se nos atravesó un pacazo en los rayos de la bicicleta. “¡La maldición del pacazo!”, dijo Pescuezo bromeando y todos reímos. Íbamos a continuar, cuando vimos a la altura de la segunda garita venir tres personas; uno de ellos llevaba una bicicleta, no pedaleaba, la llevaba rodando a su costado.

Se venían riendo.
- ¡Cojámoslos! -dijo Donald.
Estaba. Lo haríamos, los asaltaríamos.

Las garitas parecían vacías. En el intermedio de las dos garitas del complejo los interceptamos, uno de ellos que corría y Pescuezo que lo dispara, sin imaginar que esa bala despertaría al guardia adormitado en la garita; peor aún, que esa bala era el comienzo de su muerte. El jornalero de la bananera cayó de bruces, a los otros les quitamos los zapatos, la bicicleta, el dinero de la semana; ahora pienso que debió de ser un sábado a mediodía y no en la mañana como dije; pues como nosotros nos despertábamos a altas horas de la mañana, me pareció que era de mañana.

Hecho el robo, nos preparamos para regresar. Pescuezo se subió a la bicicleta de él, Donald en la robada. Sicosis llevaba un par de los zapatos robados en la mano y yo el otro par, eran unos deportivos Nike. Yo, aparte de los zapatos, también llevaba unos billetes; el par de zapatos que yo llevaba eran rojos, el que llevaba Sicosis eran blancos. Nadie de nosotros se preocupó del disparado.

De vuelta, a la altura de la primera garita, saltó un guardia con una repetidora en la mano.
- ¡Alto o disparo! -gritó apuntándonos, como si no supiera que el ladrón iba a correr, y como si nosotros no supiéramos que él sí iba a disparar. Empezamos a correr (tuvimos la ventaja de que por esa zona es solitaria, no hay populacho). Un tiro de repetidora derribó de la bicicleta a Pescuezo; él se enredó, luchó por un rato contra la muerte, dejó la bicicleta y corrió junto a nosotros. Al estruendo de los cartuchos, a la altura de la entrada a Los Almendros, salió una señora con una cámara, dizque a tomar fotos; Pescuezo disparó, la señora corrió.
-¡Ábrete, vieja! -grité yo.

Muy tarde nos daríamos cuenta que corrimos para el lado equivocado. En vez de correr hacía la vía a La Primavera, habíamos corrido hacía un barrio donde la gente, al escuchar los tiros, se iban a enardecer. Entre más corríamos más nos adentrábamos a la muerte. El guardia, ya en dúo con el otro guardia (con el dicho de que un tigre solo tiene mucho valor, pero dos tigres juntos tiene el valor de cien), nos pisaba los talones; los perdigones zumbaban por las orejas. Atravesamos las primeras casas de caña guadua; digo las primeras porque aquí es o era un callejón; a un lado había un paredón largo y al otro unas casas y tras las casas, creo, otro paredón. Ya las caras estupefactas de la gente asomaban a las puertas; algunos cerraban temerosos de las balas perdidas, otros gritaba a sus hijos que entraran, otros se unían a los guardias.

Esto, para mí, ha sido lo más espantoso: ser perseguido por el populacho. Nunca supe, ni aún ahora, de dónde me salían fuerzas para correr; yo siempre, en carrera, he sido lento. Recuerdo una vez que competí en la escuela y llegué de último.

Las voces de “¡Ladrón, ladrón! ¡Cójanlo, cójanlo!”, los tiros que ya no provenían de dos repetidoras, sino de revólveres, pistolas, escopetas, palos, piedras… Caer en esas manos es linchamiento seguro.

Aún, entonces, creía en Dios, firmemente, como me lo había enseñado mi abuela, a su manera arcaica, a su manera ortodoxa, de amar todo santo habido y por haber, de rezar en cada comida; para acostarse rezar un credo y persignarse, y al levantarse de igual manera. Pero toda esa creencia se me borraría en el transcurso de mi vida, claro está. A muchos les debe de parecer irónico que, pasándome lo que me pasó, yo no haya seguido firme en la creencia de Dios; aunque no creo en un Dios como lo dice el catolicismo, respeto mucho a los creyentes.

O quizá, viéndolo desde el punto de vista de ahora, no es que creía en Dios como yo creía que creía, sino que de tanto haber asistido a misa de los domingos, haber hecho la confirmación a los diez años, de haber escuchado a mi abuela darse de golpes en el pecho para purgar la mea culpa, de haberme amenazado que el diablo tarde o temprano me iba a llevar al infierno si no rezaba, de haberme confesado dizque para el perdón de los pecados… Toda esa creencia se me había grabado, me había robotizado; así cuando me pasaba algo decía “¡Ay, Dios mío!” y no era porque realmente lo sentía al decirlo, sino que era como algo automático. Esa creencia que mi abuela me había impuesto no era verdadera (entiéndase bien; no era verdadera en mí. “Dios es lo que uno cree que es para uno”) esa creencia no me venía de los sentimientos, sino del pensamiento, no la sentía como mi creencia. Y la fe es creer, sentir en el corazón, en el alma, sin importar cuál sea esa fe y ninguna fe puede ser impuesta; si no, no se llamaría fe.

Recuerdo que aquel día llevaba un rosario fosforescente colgado del cuello; mientras corría lo apreté fuerte, mentalmente dije “¡Dios te salve María, llena eres de Gracia, el Señor esté contigo…!”

Agitado, alguien me agarró de la camisa, pero yo corrí más fuerte, hasta que tropecé y caí, no sé quién, si mujer u hombre, si viejo o joven, me dio un puntapié en las costillas, no me dolió, no sentía miedo a nada, hubiese querido que me maten en ese momento pero por puro instinto de sobrevivencia, por puro tonto quizá; miedo a morir no tenía, como no lo tienen los perros, ellos huyen por miedo al dolor; yo huía, corría, pataleaba por miedo al dolor. Si bien es cierto el dolor en ese momento no era fuerte, pero sicológicamente sentía dolor. Es como cuando mi abuela me iba a pegar y antes de que me diera con la veta yo ya lloraba, pues sentía un cosquilleo de angustia en la piel. Arañándome en las piedras me puse de pie, empuñé fuerte el cuchillo, la gente para mí no era gente, sino un montón de hormigas, nadie se atrevía a atacarme. Nadie se atrevía a acercárseme, una piedra salió de entre el grupo pero yo, inútil, la esquivé. Otra hubiese sido la historia si hubiese pensado como ahora: no me hubiese esquivado ni resistido al populacho.

Me abrí paso entre la turba; continué corriendo solo. Donald se había ido en la bicicleta, Pescuezo y Sicosis habían corrido más veloz que yo pero también les perseguían, eso era cierto. Corrí hasta un solar lleno de maleza, allí me agazapé; el corazón me saltaba, me dolía el pecho, la barriga.
- ¡Por allá, por allí se metieron! -gritaba la gente.
Me quedé sumido en la maleza, sin saber siquiera que aún sujetaba el cuchillo.

Por cosas, por estupidez, crucé una pared que dividía el solar lleno de maleza, con una casa vieja. Sin yo ver que me estaban viendo caminé por la casa vieja, buscaba un lugar dónde esconderme. Realmente creí que ese día moriría. Pescuezo y Sicosis estaban allí. El primero con un revólver en mano, el segundo con el cuchillo; nos sonreímos entre las ruinas de la casa. Para sorpresa mía Sicosis aún llevaba los zapatos, los que yo llevaba no sé dónde los dejé. Tal vez donde tropecé.

Pero la calma estaba de paso y tan apurada, que nos dejó. Al chillido de una voz y un tiro, a correr. Corrimos otro tramo, nos metimos a otra casa abandonada. Luego hubo un silencio, como si el enardecido populacho ya se hubiese ido. Salimos a la calle, no había tanta gente o casi nadie. Uno que otro nos miraba. Íbamos ya tranquilos caminando, los tres hombro con hombro.
Pero faltaba el final. El humano rencoroso, dolido, odiando las plagas que destruyen la armonía de la sociedad, el guardia, no sé si el primero o el segundo, pero el guardia nos venía siguiendo y ¡cataplúm!, a quemarropa. Corrimos, pero Pescuezo se quedó o se había quedado; cuando sucedía eso de las carreras, era todo tan rápido que el único universo era yo. Nos lanzamos a otro solar vacío y nos agazapamos.

Pescuezo no había corrido con nosotros ni a otro lado, caminaba como desorientado. Al fin lo pude ver con claridad: Caminó despacio, aún con el revólver en la mano. Al igual que yo creo que él tampoco sabía que llevaba un arma; caminó despacio y sólo cuando se volteó para golpear la puerta de una casa, vi la mancha de sangre en la espalda, habló con una señora no sé de qué. Pero él cobró el frente, caminó hasta un poste de luz y se sentó para no levantarse más nunca. El guardia salió campante por la puerta de otra casa, con la repetidora a la espalda, hasta parecía silbar; se acercó a Pescuezo con la sonrisa de la satisfacción, con la sonrisa de un cazador acercándose a su presa. Le quitó el revólver y se marchó. Pero eso no había sido todo, en el dedo del medio, en el dedo de Pescuezo había amarrado un hilo blanco; tal vez era un asesino en serie y era su manera de marcar sus difuntos, pero las señoras decían que era para que no lo siguieran los familiares del difunto. Un secreto.

Allí, en el solar vacío, escondidos entre la maleza, nos quedamos yo y Sicosis un largo rato, callados, mirándonos la cara como dos tontos. Él se veía agitado, sudado. Había hablado con él tantas veces, habíamos ya compartido tanto que parecíamos estar unidos por alguna tristeza en común, o al menos eso pensaba en ese momento. Luego salimos y nos fuimos sin ver a Pescuezo; pero imaginando que ya estaba tan muerto como cuando salió con nosotros, como cuando disparó al chico. Todos esos momentos trascurridos en el transcurso del día: los mangos, el pacazo, el disparo, la corrida; no habían sido más que sus vísperas de defunción.

La gente curiosa empezaba a congregarse alrededor del difunto bandido; pero nosotros seguimos el camino; yo regresaba a ver atrás, de vez en cuando.

Pobre Pescuezo. Tenía una familia tan supersticiosa que ni después de muerto le dejaron en paz. Lo echaron bocabajo dentro del ataúd, le clavaron dos alfileres en los ojos, le ataron los pies con una cinta negra, las manos con una verde; según ellas para que el asesino vuelva, pero hasta el día de hoy, aunque lo sospecho y hasta lo he visto, pero él no llegó esa noche ni nunca como ellos decían. El fracaso fue excusado por el hilo blanco en el dedo.

A pesar de que yo vi de la casa que salió el guardia no hicimos nada. Es que no éramos los románticos vengadores sino lo drogos que nada nos importaba. Si moría nuestra propia madre o padre, o quien quiera por quien se deba llorar, estaba bien muertos, que nosotros no haríamos nada. Cuando llegamos a la casa de Sicosis Donald estaba bien bazuqueado. Había vendido la bicicleta, aunque parezca increíble Sicosis aún llevaba los zapatos. Hubo una breve riña entre los dos, no por el difunto sino por los zapatos y la bicicleta; porque el dinero lo tenía yo y nadie sabía.

Esa noche me fui a la Barraca con un amigo. Fumamos hasta que el humo se nos salía por las orejas.





Silvio Reyes Heras (8 de julio de 1986)

Cristina Narel Pavón

MIENTRAS LOS OTROS ARDEN EN EL PARAÍSO
Cristina Narel Pavón.











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En el callejón de pétalos muertos

El cielo se ha suicidado de estrellas,
Embelleció mi rostro
con retazos de lunas,
Iluminó mi sombra
en el callejón de pétalos muertos, mientras mis ojos
como peces
a falta de agua revoloteaban por verte...

Mi boca encontró refugio en tu caña de aguardiente,
dejó caer gotas
en mis manos de fuego,
arrojando cenizas sobre tu esqueleto de flores...
Mis venas tejieron la sábana con la que te arropé a media noche,
cuando exhausto de mí, sin querer me diste la espalda.

Tus instintos dormían, atados a tu alma intacta.
        (Mil paradojas en mi mente de ninfa.
        Mi vientre que es parte de ti,
        que se funde en ti
        me ha hecho inútil!)
Tú soñabas...    
        (¡Qué bien luce tu ego dormido!)
mientras yo me suicidaba
ante el espejo de dudas dibujado en la almohada,
para desaparecer
al filo de su luz con ésta sonrisa fingida.

Al nacer el alba
saltaron tus párpados
y los míos fueron pájaros desorbitados...
        Me intoxicaste la frente con un beso de Judas,
        regalándome un día aún más negro,

Tus zapatos cargados de pasos huyeron de mí a toda prisa,
huyeron de mis preguntas lógicas
a las que respondiste con silencio astuto.
Clavando un mordisco en mi nuca de adioses
dijiste hablamos luego Amor Mío.
Luego rechinó la puerta
y empezaron a llorar óxido las llaves...

Mis pasos te alcanzaban tras la ventana,
Los tuyos se perdieron entre arbustos sombríos,
entre la distancia que supone alivio,
destino con afán de hacerte libre.
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Palabras inciertas

En la mecedora estática de tus piernas
Repasan mis ganas cansadas,
Cuna de espaldas arropando mejillas,
    Lágrimas que rebozan mi cueva umbilical
    Desojando de pétalos mis dedos
    Que recorren tus venas de litio
    Y dibujan caricias de arañas en mi mente
Carcomen el vestido de pieles mustias
Untan mis pechos con tu aliento
    Droga fértil explotando en mis papilas
Reflejando en el espejo empañado
Tu orgullo:
                 Mi orgasmo...

No infectes el momento con palabras inciertas
Mejor vete cerrando despacio mis piernas
Y no olvides pagarme con una sonrisa
        Ni sientas culpa
        de haberte masturbado
        Otra vez
        con mi cuerpo.



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Pero sigues siendo viento
Vísteme de besos que estoy desnuda en tu boca
    Soy aire que circula tu aliento

La que ahorca el tiempo en tus poros
    Noche engalanada en placer,

Yo me pierdo en tus ojos de infierno
    Tus brazos son fuego donde arde el instante

Te apago
    con la punta de mi lengua

Te atrapo entre mis piernas cansadas
    Pero sigues siendo viento indomable

Ven y verás
    qué distinto es sentirse domado

No temas al cautiverio
    Mi voz únicamente pronunciará silencio
    para no ahuyentarte…

Me arroparé en tu cálido cuerpo de verano,
    Y dejaré la ventana abierta,

Flotarás como invierno
    perfumando el frío ausente...

    Pero, ¿Qué más da?
    Si perforas mis huesos Yo existo,
    Si no estás me convierto en sangre
    Soy niebla invisible...
Revíveme un par de horas...

Escríbeme
    en la frente un beso nuevo
    y vuelve a marcharte

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Tu muñeca de porcelana, la de ideas perdidas
Eran tus ojos espiando a través de la rendija,
Fuerza magnética invadiendo mi olvido,
Ansioso y con la mirada fija,
Como león hambriento de mi carne...
Tu risa delirante servida en gotas de tósigo,
Tus Manos en mi cuerpo de Alicia;
Murmullos devorando mi boca marchita,
Esporas de lujuria flotando en el aire,
Yo, tu muñeca de porcelana, la de ideas perdidas,
Deshojando el tulipán imaginario que jamás me regalaste,
Lágrimas de vino fermentando mis labios,
Con los pulmones absortos de tu aliento,
Atada de pies y manos a la telaraña en mi cerebro,
Luciérnagas de colores opacando mi conciencia

Frío    silencio
son las caricias de la soledad amante...

Mientras... Un esqueleto merodeándome el espejo,
Aniquilando neuronas con la tinta de mis venas
Dejando simplemente correr el tiempo,
Escribiéndole a la nada este verso muerto...

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 Me gusta estar en Marte
 Me gusta estar en Marte
Le llamo así a mi estado volátil mezclado con tu saliva.

Soy materia sin peso que flota libre en la alcantarilla de la vida
De pronto soy cielo y me escondo entre nubes...

Amo Marte porque la luz del sol no quema... abriga...
Las flores sueltan sus aromas
Perfuman mi piel de olvido
Revolotean entre el tiempo
Me envuelven en el suspiro nocturno donde te escondes,
Se enredan con tu cabello
Anclo mis uñas a tu espalda distante
Libélulas nacen de tu lengua y mueren en la mía

En marte no hay día sin ti...
Porque Marte es piel donde habito
Es donde estas piernas nómadas descansan de huir

La noche es de cenizas
Se prende en mis pulmones burbujeantes
Los ecos de tu voz perforan mi oído
Son organismos de colores que atraviesan mi cráneo
Y hacen el amor con los recuerdos
Soy libre de ti, de Mí y del miedo.

Por eso amo Marte,  porque ahí solo hay silencio
Nadie me obliga a dar explicaciones
    Y si las doy nadie las entiende
        Entonces simplemente desaparezco.

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Deshabitada me encuentro
Deshabitada me encuentro
Escuchando el cantar de las horas
Que gotean segundos eternos
Soy un vago eco de este mundo
La que tropieza en manglares de miedos
Piedra que provoca caída y muerte
Mis piernas son ramas débiles
Se enraízan en la esperanza perdida
Aúllan a la luna ausente
Pretendiendo poseerme y hacerme eterna
    Preciso ser aire
    Escabullirme en suspiros
Revolotear como mariposa en tus pulmones
Para brotar de tu boca en respuestas
Y resolver el acertijo de tus ojos…
Remendar con mis pestañas tus heridas
¡Domarte!

Preciso hacerte mío
Cortarle las alas a tu abandono
Quemar las mentiras que cuelgan de tu lengua
Ser felices como en mis sueños y matar utopías

Pero es imposible,
    Estoy demás,
    vuelvo a ser polvo,
    vuelvo a ser nada…
Soy la costilla que sobra de tu diafragma

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Ese preciso instante que florece
Mis neuronas descansan de pensarte justo cuando te encuentro
Cuando me fundo en ti sin mayor esfuerzo

Me encuentras
En ojos que mojan tu ausencia
brotan lirios marchitos sobre mis pechos


Mientras los amos de la noche nos observan
Perforas mi abismo olvidado
Maquillas mis labios con la muerte
Entierras mi lengua en silencios.
    Soy pólvora dispersa
    que se esconde de tus poros


Muero cada vez que te vas
Resucito cada vez que vuelves
Somos ese preciso instante que florece en tus brazos.

Ven!
Congela la rutina y no sientas culpa
Yo quedaré intacta, improvisando cada paso.
Da igual si tienes urgencia de limpiar mis besos
Pues ya habré habitado el lugar más hermoso
¡Tu cuerpo!

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Mientras los otros arden en el paraíso
Mi alma ulcerada de olvidos
Cubierta de besos tóxicos
Que posesionan mi lengua efímera, furtiva
        (Aun dulce… mi tez desnuda)
Suave como fuego consumiendo mis dedos de madera
Porque he sido blanco de las dagas,
monigote del celo hiriente.

Mis labios están mutilados,
Sangre perfuma mi volátil inocencia herida,
Perfora mis venas con fantasmas, con risas de duendes
y cantares de sirenas trascendiendo los cuentos de niñas
para hacerme sublime.

Porque la realidad es
Una mujerzuela parada en la esquina
Esperando un príncipe con bolsillos cargados de monedas
Entre tanto mi vientre ha enraizado prejuicios… enjaulado pájaros.

    Mientras los otros arden en el paraíso
    Extasiados consumen sus alas
    Y dejan caer sus plumas sobre mis versos
    En saliva fermentada,
    Voz olvidada de aliento mudo.

Pues amar para mí es sinónimos de huesos rotos,
Columna inútil
Caderas solitarias
Poesía empolvada en mis bajos instintos sedientos de carne
Un tejido de arterias libantes
Que desconectan mis finales fingidos
Y revientan mis sentidos.

Cristina Narel Pavón (Pasaje, 16 de noviembre de 1990).
Estudiante de Ingeniería en Comercio Internacional, en la Universidad Técnica de Machala.

Gabriela Acosta Bastidas














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De los cazadores de sueños
Si hablara de algo de mi casa, hablaría de mi ducha
De mi ducha y de mi cama
De mi cama que está al lado de la ducha, que está al lado de la mesa
Que está junto a la silla
De la estufa, de la cocina, del lavabo donde cocino y lavo
Del armario y del lavabo donde lavo y cocino
Y de nuevo de la silla y de la ducha y de la cama que están junto a ellas
Hablaría de las marcas azules en la pared de cuando quise pintar
De rojo los surcos de las puertas
Del televisor encendido
Del ruido de las cañerías que arrastra el agua desde alguna montaña secreta
Hablaría de las estrellas fosforescentes pegadas en el techo
Que me convierten en astronauta de sueños
De  las pinturas, de los cazadores de sueños
Que temen ser cazados y volverse locos
De las postales de Florencia y de algún desierto en Arizona
De las fotos, de los recuerdos, de los libros….
¡Si de los libros!…
De los libros que me abren espacios y que me hacen olvidar
Que la ducha está al lado de la cama…
Hablaría… ¿de que hablaría?
Tal vez sólo diría que en mi casa no hay espacio
Pero llueven sueños
Que en la intimidad de la penumbra
Siguen cabalgando aún los fantasmas de viejos amores.

En mi casa no hay espacio
Pero llueven ideas
Y construyo y destruyo el mundo detrás de ellas
    Mi casita de muñecas
    Mi cajita de fósforos
Donde no existe diferencia entre día y noche.

Si hablara de algo de mi casa
Hablaría de mi ducha.
    
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Recuerdo mi infancia como una sucesión de imágenes

Recuerdo mi infancia como una sucesión de imágenes
Una mujer, una mujer fuerte
Mujeres fuertes antes de ella.
Recuerdo la tierra que nació conmigo en una planta seca
Recuerdo y vivo recuerdos de aire
Recuerdos de agua…

A veces recuerdo tanto y tan fuerte
Que hasta siento el sol que me calienta la cara
Mientras mato hormigas con los dedos.
Niña salvaje, que trepa arboles y recoge frutos
Descalza en el camino de arena.
Vuelvo a ser yo  esa niña
que recuerda el mar
como si se le saliera por los ojos
En las noches sin luna.

El polvo, el viento fresco, la vegetación que todo lo inunda,
Mientras la ciudad resiste esa fuerza mucho más grande que ella,
Recuerdo y recorro las plantaciones de bananas
que me parecían interminables camino a casa,
Las calles alegres, los ríos
Vagamente recuerdo los nombres, los contornos
Pero sí  el aire fresco, el sonido del agua y el olor de la tierra mojada.

Gabriela Acosta Bastidas (Machala 15 de enero de 1989)
A los 10 años fue a vivir a Santiago de Chile. Llegó a Toulouse-Francia a los 18 años para hacer estudios de Letras y Civilización Hispánicas. Sigue estudios como “Latinoamericanista” en un Master de “Ingenieria de Proyectos” en la Universidad de Toulouse Le Mirail.
Integra el Colectivo de Radio Frequences Latines (http://www.frequences-latines.com), en la sección “Las palabras y las cosas” que se transmite en radio Mon Pais 90.1 todos los miércoles de 20hrs a 22hrs, donde se habla de temas políticos y sociales sobre América Latina. Colabora con  el colectivo “Julieta Cartonera”, que publica autores latinoamericanos.
Actualmente participa en la obra “Contra el amor , el progreso y la democracia”.

Viviana Ruiz Bustamante











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Nada qué decidir 
Sin que ningún sueño mío te haya imaginado llegaste,
al alba llegaste… la transformaste en las más linda de las oscuridades
despojándola de pajaritos,
                        de silencios lascivos la inundaste,
te instalaste en cada molécula en cada poro en cada estría.

                        Me confundí toda… toda
no entendí tanto silencio ni el porqué de tantas ganas mías.

“tú no sabes nada” decías
Y sin saber nada hice mi propia teoría de tu saliva en mi boca,
soñé hasta el insomnio creyéndome
habitante de tu cuerpo,
me despertaba besándote los pies
                           más hermosos que haya visto.

“aún no me quiero ir” dije
dejando  la puerta abierta
                dejaste que me fuera
recogí a mi niña, a la puta, a la hembra
sin orgullo con mucha felicidad a cuestas,
bajé infinidad de escaleras.

te sentí mío aunque te esforzaras para que así no sea
sólo quería disfrutar del camino a ninguna parte
y lo hice como nadie, lo hice a mi manera
fuiste mi festín, mi hallazgo, mi flor que creció en la basura…

Aun puedo imaginarte apuntándome con el dedo
diciéndome “te equivocas” dándome una cátedra
que extrañaré tanto como las palabras que nunca te inspiré.

No conozco el arrepentimiento, dicen que es un sentimiento perverso
que si lo sientes jamás volverás a ser feliz con lo cometido.
                ¿Cómo arrepentirme?
                Aunque hayas sido un errar desmedido, me equivocaría otra vez.


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Todo y nada
(retazos)

            Martes, 26 de febrero de 2013 a las 1:30

No sé si lo mucho es suficiente
    como es lo poco.
Cuando llegaba
estaba partiendo
    y una bienvenida era mi partida.

Ya no es posible seguir viajando con tanta maleta vana
llena de lastre
    despropósitos que retienen en la nada.

¿Qué se nos ha perdido...? nada!
    solo las ganas y la desesperanza

Ahora tenemos la certeza que debimos encontrarnos
    y lo hicimos como nadie,
    como todos
    como muchos, como pocos
    con gloria,
sin novedades.
Sí, ahora sólo me sé conjugar en presente.

Lentamente mayo se acerca,
    ¿será hora de guardar el pan?
al pasado...a ese!  ya se le cayeron las letras
y sin responso ni luto la conjugación se hizo prosa
se hizo festín y lluvia efímera.

“No llores, no te tendré lástima!
taparé tu boca para que no mientas.
Nadie te tocará... ni mujeres ni hombres!
Yo te cuidaré mientras duermas.”

    De todos me cuidaste, menos de los perros y los lobos.

Casi todo
    casi nada...
Estoy tan llena         y tan vacía
Tan luz            tan neblina
Tan despierta         tan dormida
Tan calma         tan angustia
Tan niña         tan mujer.

    Estoy nada.
    Soy todo.


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Una historia, no de tantas

Sábado, 12 de enero de 2013 a las 12:38
Esta historia se hizo sola.
Hecha de hambre y lindos pies
de unicornio volador y de sirena varada
nuevas tesis feministas
sin tiempo de comprobarlas.

De terrazas con lloviznas
de salivas mal dadas, consumadas
de escayolas y rupturas
intenciones archivadas.

Historia de lentes y de entes....
Las letras se me alejan,
mágicamente las veo mejor de lejos
como “tú y yo"
jamás volvieron  a estar cerca.

Eso purifica, libera.
Me salva!
de amaneceres sin playa
de silencios lascivos
de miradas cuchillo
de compasiones y miedos
de torturas imaginarias!

¡ESTOY SALVA!!!

Viviana Ruiz Bustamante.
(Machala, 1970) Estudiante de Sociología de la Universidad Técnica de Machala.